miércoles, 7 de noviembre de 2012

Novena sinfonía.


Pequeños acordes se vislumbran al alba, discretos casi tímidos, podría parecer que se baten en retirada. Pero nada más lejos de la realidad, rompe la espesa bruma una poderosa declaración de intenciones, un ejército incontable de violines,  chelos y tambores, quiebra la quietud de la mañana como tormenta vengadora. El suelo tiembla, filas infinitas de batallones, pero solo es el principio. En la retaguardia el viento es domado por flautas y fagots, trompetas y trombones.  Ya el ejército está formado, guardan silencio. No puede haber una estrategia sin saber qué es capaz de hacer cada uno, cada batallón demuestra de lo que es capaz frente a los otros, desfiles de notas de menor a mayor, de mayor a menor, se superponen, se interponen y yuxtaponen en frenético y a la vez marcial baile. Después de un suave movimiento, como haciendo sitio, los instrumentos dejan paso a una voz. Al principio está sola, es profunda, llena de fe  y determinación. Al poco la escena se inflama con cientos de ecos que parece serán eternos. Y por si algún alma humana o divina pudiese permanecer impasible a la magnitud de tal muestra armamentística, se le unen los tibios instrumentos de madera, cuerda y metal, sabiéndose secundarios del prodigio teatral. En el centro de aquel océano de almas destaca una, la única a la que se le permite sucumbir a la pasión de tal exhibición. El incansable general marca el ritmo,  contenido a veces, frenético o alegre, sin él reinaría el caos.

Demasiado tarde, casi al final, la vergüenza del desatino, como quién tarde se percata de que se ha equivocado de casa y se despide esperando no haber causado demasiadas molestias, enmendando lo poco que puede mientras se repliega en presta retirada.

http://www.youtube.com/watch?v=tpGSzH0Wlls

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