De vez en cuando ese gran astro
colgado del cielo parece sublevarse contra su creador, ya sea un ser
omnipotente o una peculiar amalgama de coincidencias astrofísicas, con el único
propósito de complicarnos la existencia a los pobladores de ésta pequeña roca.
Poco a poco, a traición diría, parece incrementar su termostato, como un
chiquillo malicioso armado con una lupa, decidido a poner a prueba la
resistencia térmica del caparazón de un insecto despistado. Hoy es uno de esos
días.
No son ni las nueve de la
mañana, el calor del estudio hace imposible que me concentre
en la traducción de unos documentos al Alemán, que debo entregar mañana lunes.
El ventilador no sirve de gran cosa, reviso que esté a la máxima potencia y el
artilugio parece devolverme una mirada de impotencia. He degradado la camiseta
a pañuelo con el que secarme el sudor,
termino la segunda botella de agua, en un vano intento de rehidratarme.
Incapaz de soportar un instante más salgo a la terraza, me encuentro con mi
novia tomando el primer café del día. Sugiere que vayamos a la playa. Me parece
una idea espléndida.
No somos los únicos que han
tenido la ocurrencia de buscar refugio al amparo de las olas. Armado con la
nevera y el parasol me abro paso a duras penas entre un mar de gente medio
desnuda. Las zapatillas no consiguen impedir que la arena abrase la fina capa de piel que protege mis
pies. Con un doloroso “Sprint” consigo conquistar uno de los últimos huecos
libres y clavar victorioso nuestra bandera circular en el suelo. La
desplego, nuestros competidores, una
familia lastrada por el lento paso de una anciana y varios niños, me observan
con envidia y rencor mientras continúan su peregrinaje por aquel poblado
desierto.
Una vez a cubierto de los
lametazos del sol, saco los apuntes y continúo trabajando. Mi novia apenas cubierta
por su bikini, entrega su cuerpo otrora virginal al despiadado astro, uniéndose
al resto de devotos. No siento el menor reparo
por mi herejía, yo estoy fresquito y ellos se están cociendo en su propia
piel, aunque no parecen darse cuenta ni
importarles lo más mínimo.
Pasan las horas, el suave
murmullo de las olas se mezcla con los gritos de júbilo de unos adolescentes
que luchan en la arena. Están rojos, cubiertos de sudor y arena, de tanto en
tanto pactan una débil tregua para enfrentarse de nuevo con más energía. El
contrapunto es una pareja de ancianos, están tan cerca que si alargara la mano casi
podría tocarles. Leen tranquilos sendos volúmenes tan ajados como ellos mismos.
Su piel es un pergamino quebrado por el correr de los años y los días al sol.
Él se da cuenta que le observo y me dedica una amable sonrisa. Observo sus ojos a través del cristal del
vidrio de mis gafas, son enormes, negros y absurdamente saltones, le devuelvo
el saludo y me concentro de nuevo en mi labor con una extraña sensación de
desasosiego.
Mi novia vuelve del agua, me
salpica juguetona y se inclina para darme un beso. Está salada, sabe como a
pescado, tanto que casi me entran arcadas. Consigo reprimirlas justo antes de que
se separe y ocupe su puesto a mi lado. Rebusco en la nevera algo que me libre
de aquel sabor de boca. Elijo una cerveza helada, me recorre el cuerpo como un
bálsamo, me entrego a la sensación y cierro los ojos. La calma dura poco, mi
acompañante se sienta frente a mí y me invita a que le unte el cuerpo con
protector solar. Obediente le empiezo a masajear la espalda, resiguiendo su
columna con el movimiento circular de mis pulgares, mientras observo la escena
que nos rodea.
Sigue habiendo mucha gente, los
jóvenes que peleaban horas atrás, juegan a la pelota, pero sus movimientos son
extraños y antinaturales. Sus cuerpos antes flexibles y atléticos se han vuelto
torpes y lentos. Corren encorvados, no, no corren, saltan sobre la arena. Sus
patadas no merecen dicho nombre, son más bien toques con los pies. Debe ser la
distancia, el alcohol y el calor, o todo junto que nubla mis sentidos. Pues veo
sus cabezas deformadas, largas y afiladas. Y los ojos, unos ojos que no son
humanos.
El tiempo se detiene, solo retoma
su paso cuando mi novia me pregunta por qué paro de masajearle la espalda.
Continúo con mi labor como un autómata, vigilando a los torpes mutantes pasarse
la pelota. Una voz me hace volverme hacia los ancianos. – ¿Les importaría
vigilarnos las cosas mientras mi señora y yo nos damos un chapuzón? – mi novia
contesta por mí, al ver que no reacciono. – Por supuesto, vayan tranquilos.-
Demasiado paralizado por el pánico para salir corriendo, observo como dos
ejemplares de gamba, de tamaño humano, se dirigen saltando hacia el agua.
Cierro los ojos y lo achaco todo
al estrés, últimamente trabajo demasiado. Haciendo un esfuerzo sobrehumano
continúo aplicando crema, pero hace rato que ésta no se absorbe, noto las manos
pegajosas, la espalda de mi novia está resbaladiza como el plástico y desprende
un olor nauseabundo. Abro los ojos, una carcasa roja y pringosa entre mis
piernas. Retrocedo, golpeándome con la nevera y tirando el parasol. El ser se
gira, me sacude la cara con sus bigotes, me mira con esos ojos negros y pregunta. - ¿Se puede saber qué te pasa? –
Miro a mi alrededor, soy el único humano, estoy rodeado de gambas de todos los
tamaños y colores. Me desmayo.
No sé cuanto tiempo paso inconsciente tendido al sol, pero tengo
mucha hambre. Me despierta un delicioso
olor a gamba a la brasa.
FIN