lunes, 28 de mayo de 2012

Relato breve: Un día de calor


De vez en cuando ese gran astro colgado del cielo parece sublevarse contra su creador, ya sea un ser omnipotente o una peculiar amalgama de coincidencias astrofísicas, con el único propósito de complicarnos la existencia a los pobladores de ésta pequeña roca. Poco a poco, a traición diría, parece incrementar su termostato, como un chiquillo malicioso armado con una lupa, decidido a poner a prueba la resistencia térmica del caparazón de un insecto despistado. Hoy es uno de esos días.

No son ni las nueve de la mañana,  el calor  del estudio hace imposible que me concentre en la traducción de unos documentos al Alemán, que debo entregar mañana lunes. El ventilador no sirve de gran cosa, reviso que esté a la máxima potencia y el artilugio parece devolverme una mirada de impotencia. He degradado la camiseta a pañuelo con el que secarme el sudor,  termino la segunda botella de agua, en un vano intento de rehidratarme. Incapaz de soportar un instante más salgo a la terraza, me encuentro con mi novia tomando el primer café del día. Sugiere que vayamos a la playa. Me parece una idea espléndida.

No somos los únicos que han tenido la ocurrencia de buscar refugio al amparo de las olas. Armado con la nevera y el parasol me abro paso a duras penas entre un mar de gente medio desnuda. Las zapatillas no consiguen impedir que la arena  abrase la fina capa de piel que protege mis pies. Con un doloroso “Sprint” consigo conquistar uno de los últimos huecos libres y clavar victorioso nuestra bandera circular en el suelo. La desplego,  nuestros competidores, una familia lastrada por el lento paso de una anciana y varios niños, me observan con envidia y rencor mientras continúan su peregrinaje por aquel poblado desierto.

Una vez a cubierto de los lametazos del sol, saco los apuntes y continúo trabajando. Mi novia apenas cubierta por su bikini, entrega su cuerpo otrora virginal al despiadado astro, uniéndose al resto de devotos. No siento el menor reparo  por mi herejía, yo estoy fresquito y ellos se están cociendo en su propia piel, aunque no parecen darse cuenta ni  importarles lo más mínimo.

Pasan las horas, el suave murmullo de las olas se mezcla con los gritos de júbilo de unos adolescentes que luchan en la arena. Están rojos, cubiertos de sudor y arena, de tanto en tanto pactan una débil tregua para enfrentarse de nuevo con más energía. El contrapunto es una pareja de ancianos, están tan cerca que si alargara la mano casi podría tocarles. Leen tranquilos sendos volúmenes tan ajados como ellos mismos. Su piel es un pergamino quebrado por el correr de los años y los días al sol. Él se da cuenta que le observo y me dedica una amable sonrisa.  Observo sus ojos a través del cristal del vidrio de mis gafas, son enormes, negros y absurdamente saltones, le devuelvo el saludo y me concentro de nuevo en mi labor con una extraña sensación de desasosiego.

Mi novia vuelve del agua, me salpica juguetona y se inclina para darme un beso. Está salada, sabe como a pescado, tanto que casi me entran arcadas. Consigo reprimirlas justo antes de que se separe y ocupe su puesto a mi lado. Rebusco en la nevera algo que me libre de aquel sabor de boca. Elijo una cerveza helada, me recorre el cuerpo como un bálsamo, me entrego a la sensación y cierro los ojos. La calma dura poco, mi acompañante se sienta frente a mí y me invita a que le unte el cuerpo con protector solar. Obediente le empiezo a masajear la espalda, resiguiendo su columna con el movimiento circular de mis pulgares, mientras observo la escena que nos rodea.

Sigue habiendo mucha gente, los jóvenes que peleaban horas atrás, juegan a la pelota, pero sus movimientos son extraños y antinaturales. Sus cuerpos antes flexibles y atléticos se han vuelto torpes y lentos. Corren encorvados, no, no corren, saltan sobre la arena. Sus patadas no merecen dicho nombre, son más bien toques con los pies. Debe ser la distancia,  el alcohol y el calor,  o todo junto que nubla mis sentidos. Pues veo sus cabezas deformadas, largas y afiladas. Y los ojos, unos ojos que no son humanos. 

El tiempo se detiene, solo retoma su paso cuando mi novia me pregunta por qué paro de masajearle la espalda. Continúo con mi labor como un autómata, vigilando a los torpes mutantes pasarse la pelota. Una voz me hace volverme hacia los ancianos. – ¿Les importaría vigilarnos las cosas mientras mi señora y yo nos damos un chapuzón? – mi novia contesta por mí, al ver que no reacciono. – Por supuesto, vayan tranquilos.- Demasiado paralizado por el pánico para salir corriendo, observo como dos ejemplares de gamba, de tamaño humano, se dirigen saltando hacia el agua.

Cierro los ojos y lo achaco todo al estrés, últimamente trabajo demasiado. Haciendo un esfuerzo sobrehumano continúo aplicando crema, pero hace rato que ésta no se absorbe, noto las manos pegajosas, la espalda de mi novia está resbaladiza como el plástico y desprende un olor nauseabundo. Abro los ojos, una carcasa roja y pringosa entre mis piernas. Retrocedo, golpeándome con la nevera y tirando el parasol. El ser se gira, me sacude la cara con sus bigotes, me mira con esos ojos negros  y  pregunta. - ¿Se puede saber qué te pasa? – Miro a mi alrededor, soy el único humano, estoy rodeado de gambas de todos los tamaños y colores. Me desmayo.

No sé cuanto tiempo  paso inconsciente tendido al sol, pero tengo mucha hambre.  Me despierta un delicioso olor a gamba a la brasa.

FIN