domingo, 6 de mayo de 2012

Relato: Memorias perdidas


- La suerte cambia cuando menos te lo esperas en la partida de la vida. No hace ni dos días, mi firma era aval suficiente para abrirle las puertas del porvenir a los niñatos que hoy, se empeñan en robarme las medicinas para Dios sabe qué -piensa mientras rebusca en el armario en que Paula, su difunta mujer, acostumbraba a guardar las aspirinas. – Nada, aquí no están. ¡Maldita sea!-

Furioso tras la infructuosa búsqueda, se dirige a ver a su hijo, pero no está en su cuarto. Encuentra a su nuera planchando. Le recibe con una mirada cargada de sentimientos que ya no sabe reconocer.

- ¿Dónde está mi hijo? -pregunta secamente.

 La nuera es incapaz de contener un bufido de hastío.

- Está en el trabajo, ya sabe que no vuelve hasta las cinco -le responde sin dejar de planchar.

 Está confuso. Claro que lo sabía, pero se le ha olvidado. Como se le ha olvidado a qué se dedica su hijo. Responde altivo:

- Ya lo sé, pero me dijo que hoy vendría temprano –inventa para disimular una verdad que no se quiere reconocer ni a si mismo.

 La nuera interrumpe su trabajo, esgrimiendo la plancha con una mano le pregunta:

- ¿Se ha mirado el azúcar?-   

- Sí -miente. No confía en esa mujer que lo separa cada día más de su sangre, llenándole la cabeza a su hijo de patrañas y sinsentidos. Se oye la puerta de la calle.

- ¡Por fin!, te dije que vendría temprano -deja a su nuera planchando y se dirige al salón. Quizá hoy su hijo tenga tiempo de charlar un rato.  –Le hecho de menos -se oye decir, y le parece que es otro el que habla. Cuando llega al salón le inunda un sentimiento de derrota. No es su hijo. Una adolescente, su nieta, está jugando con un pastor alemán.  

- ¿Se puede saber de dónde vienes así vestida? -le suelta a bocajarro. Como réplica no obtiene más que un “hola abuelo” cargado de menosprecio.

- Deberías estarme más agradecida jovencita, gracias a mí vives en esta casa. Tu generación sólo sirve para gastar dinero e ir por la vida de flor en flor.-

Cada vez está más furioso, y no sabe porque. - ¡Te he hecho una pregunta y espero una respuesta!- La nieta no contesta. En lugar de eso deja la mochila y sube las escaleras hacia el cuarto de su madre, seguida por el cánido que no parece querer tomar partido.

- Es el abuelo, ya está otra vez con la historia de siempre. Ahora dirá  que le escondemos las medicinas -Oye mientras va en pos de su nieta, la ira le acelera tanto la sangre que siente el palpitar de su viejo corazón en las orejas. Irrumpe en el cuarto y ve a las dos conspiradoras - Claro, eso es -piensa.

-¡¡Vosotras, vosotras tenéis la culpa de todo!! ¡¡Te vi, no te atrevas a negarlo!! Te vi hurgando en  mis cosas. Fue la semana pasada, me escondiste mis medicinas. Las que me devuelven la memoria –está rojo como un pimiento, se lo nota. Se empieza a marear.

El perro es el primero en darse cuenta, deja su refugio y se acerca a él, sus dimensiones le permiten servirle de apoyo.  Mientras la nieta da tres pasos hacia él y le contesta furiosa.

- ¡De eso hace un año, y te repito que estaba buscando una aspirina. Tus chochadas me dan dolor de cabeza! –su intención es continuar, pero su madre la retiene y le obliga a  abandonar la habitación.

- Esto no puede seguir así, nadie le esconde las medicinas -dice su nuera. Al verle incapaz de sostenerse por su propio pie le ayuda a sentarse en la cama –¿De verdad que se ha mirado el azúcar?- Interroga por segunda vez.

– No lo sé -balbucea -no…no lo recuerdo  -La realidad se torna difusa, las formas se descomponen y se mezclan creando una niebla multicolor que le impide ver. Hasta el aire se ha vuelto más espeso, imposible de respirar. El esfuerzo al intentarlo le agota todavía más. Su nuera le deja solo. Siente impotencia, siente miedo. 

Después de la inyección de insulina todo vuelve a la normalidad, o casi. Durante la cena se ha establecido una especie de tregua, la batalla tendrá lugar más tarde. Su hijo, al que ya han puesto al día de las majaderías de su padre, apenas levanta la vista del plato, solo para echar alguna mirada furtiva a la televisión. El anciano no prueba bocado, todavía está intentando digerir la mezcla de emociones que tan amargo rastro han dejado en su paladar.  Cuando todos han abandonado la mesa no se plantea más opción que irse a la cama, pero su hijo le pide que se reúna con ellos en el salón. Por un momento se permite el lujo de imaginar una escena idílica de familia feliz, que se reúne después de la cena para charlar y reír mientras repasan las anécdotas del día.

Cuando ve los rostros que le aguardan, sabe que no será así. Le han reservado un sitio en el sofá. Se sienta, a los pocos minutos los gritos de su hijo retumbaban en la sala, la nuera y la nieta no dicen nada, hasta el perro asiste al espectáculo.

- ¡Nadie te esconde las medicinas papá! ¡¿Cuántas veces te lo tengo que decir?! La vida no gira en torno a ti, los que todavía servimos para algo tenemos obligaciones y no podemos estar encima tuyo todo el día. - 

No sabe qué replicar, no sabe qué sentir. Su propio hijo le está propinando tal paliza de reproches,  que ni él será capaz de olvidar, lo que peor le sabe es que tiene razón. Se inclina y cierra los ojos sujetándose la cabeza. Está intentando recordar, se esfuerza, pone todo su empeño en hilvanar una escusa, un motivo, quizá un lo siento. Pero es incapaz, y toda esa impotencia se torna en desesperación.

- ¡No se puede hablar contigo. Nadie te saca de tus trece! -termina su hijo, dejándole con el rostro escondida entre las manos. Uno a uno, primero la nieta, luego sus padres, abandonan el salón.

Al final el único testigo de sus lágrimas es el perro que reposa amable la cabeza sobre su pierna.   

FIN