miércoles, 16 de mayo de 2012

Relato: El cruce


Se despide del guarda de la fábrica con un gesto rápido de la mano. Para en el ceda el paso de la entrada principal, tras asegurarse que no viene ningún coche, se incorpora a la carretera dirección a su casa.

-¿Qué habrá querido decir con que se nota que no soy mecánico de profesión? – pensó. – Tampoco me ha quedado tan mal, además en la industria, prima la resistencia, no la estética. – Aquel monólogo interior, lo había propiciado el comentario del nuevo encargado de los mecánicos, al examinar la soldadura tosca y gruesa que había hecho para reconstruir una pieza partida.

En los últimos tiempos estaban cambiando demasiadas cosas en el trabajo, y demasiado deprisa para su gusto. El incremento de la productividad de la planta de años anteriores, había llamado la atención del tiburón blanco de las multinacionales, que ofreció una cifra demasiado cuantiosa para desdeñarla. Los nuevos dueños se deshacían rápidamente de maquinaria obsoleta, introducían nuevos productos, nuevos métodos, más automatización y menos puestos de trabajo.

Encendió la radio, con la esperanza de que algo de música disipara las inquietudes que le rondaban la mente. El camino de regreso pasaba por una zona industrial, en otros tiempos llena de actividad, incluso a aquellas horas de la noche. Pero la crisis había vaciado de vida las enormes naves, dándoles el aspecto de gigantes sumidos en un profundo sueño.

- ¿Qué habrá hecho de cenar hoy esta mujer? - se preguntó, tenía hambre. Su novia lo pasaba fatal intentando preparar a diario un menú que le sorprendiese y agradase. Aunque a él le daba igual, nunca había sido demasiado exigente con la comida, siempre y cuando hubiese cantidad suficiente.   

La intersección era peligrosa, una docena de flores amordazadas en una de farolas que la iluminaban, recordaban a un motorista que había perdido la vida la semana anterior. Dos coches oscuros, el de nuestro protagonista y el de unos muchachos que verían su camino interrumpido por un Stop, por un stop que no respetaron.

Un quejido ensordecedor del metal del coche, resistiéndose en vano a la deformación, unos instantes de silencio y parece desaparecer la gravedad, haciendo levitar la parte trasera del coche. El conductor se aferra con fuerza al volante, mientras fragmentos de cristal le salpican el cuerpo como una lluvia de granizo afilado. El mundo está del revés, o eso cree ver,  antes de cerrar los ojos y rendirse a la tremenda sacudida contra el suelo, que revienta los pocos cristales que han soportado el primer impacto. El cinturón de seguridad se cierne sobre él con un brutal abrazo protector, que le dejará amoratado durante días. El coche se desplaza sobre el techo varios metros por la calle antes de detenerse, como un atleta exhausto por el esfuerzo y la derrota.  El contenido del maletero que durante meses aguardaba paciente a ser ordenado, sale disparado sembrando la calle de cds y herramientas, quedando mezclados con los cristales y pedazos de plástico rotos que nadie podría recomponer.


Abre los ojos, apenas siente su cuerpo. La parte primitiva de su cerebro se ha puesto al mando y no está para ese tipo de monsergas, hay cosas más acuciantes. Alguien se le acerca corriendo, le pregunta cómo está mientras él se intenta zafar del ahora inútil cinturón, que le mantiene del revés. Sin conseguirlo del todo, responde. – ¡¡Estoy bien, pero no sé dónde estoy!!- se da cuenta de lo alarmante que suena lo que acaba de decir y le aclara. – Quiero decir que no sé si estoy en medio de un carril por el que pueda pasar un coche y arrollarme, así que poned triángulos o bloquead la calle o lo que sea!-

Se logra liberar, cae a plomo en el techo del coche, entre su mochila, el móvil, cristales y no sabe qué más. Encuentra objetos largo tiempo perdidos, la funda de unas gafas, la navaja de la mili, varios mecheros. El motor del coche sigue en marcha, aunque ha cambiado su ronroneo habitual por un sonido nada tranquilizador, lo para y saca las llaves del contacto. El individuo que unos instantes antes se ha interesado por su estado vuelve. Ya ha llamado a la policía, le informa.

Cuando consigue salir del coche por la puerta del acompañante, se da cuenta de lo increíble del accidente. Busca el vehículo que le ha arroyado, - debe haber sido un camión – piensa. Se sorprende sobremanera al ver que no es mucho más grande que su propio coche, y que apenas si se le ha deformado un poco el morro.

Cuando se acerca varias personas le vuelven a preguntar cómo se encuentra, si está herido. La policía llega a los pocos minutos. Se repite el interrogatorio. Varios agentes, cada cuál más corpulento que el anterior toman el mando de la situación. A nuestro protagonista se le agota la dosis extra de adrenalina, el dolor empieza a tomar posiciones y  hacerse fuerte. Se sienta mientras un agente con tono amable le pide que cuando se encuentre en condiciones le facilite los papeles.

Saca el móvil, le envía un mensaje a su novia.

Cariño, cena tú. Yo llegaré tarde, tenemos una avería.